"Realmente, la naturaleza humana es una mezcla de los principios generales de Darwin, la herencia de Galton, los instintos de James, los genes de De Vries, los reflejos de Pavlov, las asociaciones de Watson, la historia de Kraepelin, la experiencia formativa de Freud, la cultura de Boas, la división del trabajo de Durkheim, el desarrollo de Piaget y la creación de lazos afectivos de Lorenz. Todas estas cosas se pueden encontrar en la mente humana. Ninguna descripción de la naturaleza humana sería completa sin todas ellas.
No voy a afirmar que éstos fueran necesariamente los máximos estudiosos de la naturaleza humana, o que todos fueran igualmente brillantes. Existen muchos, tanto muertos como aún por nacer, que merecerían figurar en la fotografía. David Hume, Emmanuel Kant, George Williams, William Hamilton y Noam Chomsky. También Jane Goodall, que descubrió la individualidad en los simios. Y tal vez también algunos de los novelistas y dramaturgos más perceptivos. (NdA: Esopo, La comedia del arte, Shakespeare, George Orwell, Philip K. Dick)
Voy a afirmar algo bastante sorprendente acerca de estos hombres. Tenían razón. No siempre, ni siquiera completamente, y no me refiero a que tuvieran razón desde el punto de vista moral. Casi todos se excedieron al proclamar sus propias ideas y criticarse unos a otros. Uno o dos de ellos alumbran, deliberada o fortuitamente, perversiones grotescas de política «científica» que perturbarán su reputación para siempre. Pero tenían razón en el sentido de que todos ellos aportaron una idea original con un germen de verdad en ella; cada uno colocó un ladrillo en el muro.
Pero —y aquí es donde empiezo a pisar terreno nuevo— es totalmente engañoso situar estos fenómenos en un espectro que abarque desde la naturaleza al entorno, desde lo genético a lo ambiental. En cambio, para comprender todos y cada uno de ellos, es necesario entender los genes. Los genes son los que permiten que la mente aprenda, recuerde, imite, cree lazos afectivos, absorba cultura y exprese instintos. Los genes no son maestros de títeres ni planes de acción. Ni tampoco son solamente los portadores de la herencia. Su actividad dura toda la vida; se activan y desactivan mutuamente; responden al ambiente. Puede que dirijan la construcción del cuerpo y el cerebro en el útero, pero luego se ponen a desmantelar y reconstruir lo que han hecho casi inmediatamente —en respuesta a la experiencia—. Son causa y consecuencia de nuestras acciones. En cierto modo los partidarios del «entorno» se han asustado absurdamente a la vista del poder y la inevitabilidad de los genes y se les ha escapado la mayor lección de todas: los genes están de su parte.
UNA PARADOJA ESTIMULANTE COMO CONCLUSIÓN
Matt Ridley no se limita a repasar los últimos avances e investigaciones que enriquecen el debate acerca del peso de la herencia y el entorno en los seres humanos. También propone hipótesis nuevas; alguna, en forma de estimulante paradoja. Durante siglos, comenta, los científicos han apostado por el optimismo de mejorar el ambiente, el entorno, para escapar de la dictadura de la herencia, dando por hecho que el ambiente es reversible, pero la herencia no. Imaginemos, añade, un planeta en el que ocurra lo contrario, que unas criaturas inteligentes no puedan hacer nada con respecto al ambiente, pero cuyos genes respondan con gran sensibilidad al mundo en que viven. Bien, concluye Ridley, ése es exactamente nuestro caso.
Un concepto básico a este respecto es el de impronta, concepto elaborado por Konrad Lorenz. La impronta es la fijación por ciertas figuras (especialmente, maternas o que hacen el papel de tales) que muchos seres adquieren en los primeros días de vida. La impronta parece ser instintiva, pues se muestra en un momento en el que no hay, prácticamente, experiencias. Sin embargo, siempre requiere algo externo en lo que fijarse. Es decir, la capacidad de absorber imágenes es innata, pero las imágenes adquiridas (por ejemplo, la madre a la que una cría de oca seguirá obsesivamente, o los múltiples patrones de comportamiento que puede adoptar un niño) no lo son.
El concepto de impronta, explica Ridley, ha pasado la prueba del tiempo; “es un elemento crucial para el rompecabezas que yo llamo la herencia a través del ambiente, y es el matrimonio perfecto de los dos”. La impronta se ve bastante bien en el caso del lenguaje. El lenguaje no se desarrolla simplemente siguiendo un programa genético, ni se absorbe del mundo exterior; requiere una impronta, una capacidad innata para aprender mediante la experiencia. Sin ella, “o todos hubiéramos nacido con un lenguaje fijo e inflexible que no se hubiera modificado desde la Edad de Piedra, o estaríamos sufriendo por volver a aprender cada construcción gramatical”.
Ciertos experimentos han demostrado la inextricable relación que existe entre instinto y aprendizaje. De hecho, en el aprendizaje trabajan los instintos (o más rotundamente, el aprendizaje es un instinto), y en el instinto hay algo de aprendizaje, como muestra la impronta. El miedo a las serpientes, tan arraigado en los seres humanos, tiene mucho de instintivo, pero puede ser evitado si en la infancia uno se familiariza con las serpientes. Sin embargo, ese miedo arraiga mucho mejor y de modo más duradero en personas (o monos) a las que se les enseña ese miedo, y no otros miedos absurdos, como pueda ser el temor a las flores o a las figuras geométricas. ¿Instintivo o adquirido? “La mente humana aprende lo que se le da bien aprender”, dice Ridley, aquello para lo que está dotada o programada.
¿QUIÉN TEME A LOS GENES? (CONCLUSIONES)
Sin duda, uno de los principales protagonistas de esta historia sobre aquello que nos hace humanos (y, en buena parte, sobre la libertad) son los genes. “Cuando se descubrieron - dice Matt Ridley- se encontraron con un sitio esperándoles en la mesa de la filosofía. [...] Eran el destino y la predestinación, los enemigos de la elección. Limitaban la libertad del hombre. Eran los dioses. No es de extrañar que tanta gente estuviera en su contra”. Recorriendo las teorías de gente como Darwin, Freud, Durkheim, Pavlov, Piaget o Konrad Lorenz, analizando los trabajos de Chomsky y
recordando los errores de Margaret Mead, y a la luz de investigaciones recientes llevadas a cabo por científicos poco conocidos por el gran público, Matt Ridley demuestra que no hay motivo para temer a los genes. Y resume su trabajo en unas moralejas. La principal es que los genes no impiden nada, sino que posibilitan;
y las posibilidades que nos dan los genes están abiertas a la experiencia. También sigue siendo importante ser buenos padres. Que la personalidad es fruto de un aptitud innata reforzada por la práctica (sólo la práctica nos hace jugar bien al tenis o tocar el violín, pero es la aptitud la que hace que nos apetezca practicar durante horas). Que cuanto más igualitaria es una sociedad más peso tienen en ella los factores innatos (por la razón obvia de que los factores ambientales tienden a igualarse). Que ni los genes ni los instintos son infalibles. Que las políticas sociales tienen que tener en cuenta las diferencias.
Y, en fin, que el libre albedrío existe y es compatible con un cerebro predefinido y dirigido por los genes.”
Extractos del Prólogo del libro “Qué nos hace humanos”, (Nature Via Nurture: Genes, Experience, and What Makes us Human) de Matt Ridley....Y ¡FELIZ 2009!