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martes, 8 de septiembre de 2009

Drogas, carcel y amor

Inicio mi periplo en el blog con un texto de Jesus Valverde y Pino Morales. Al primero le conozco en persona porque durante algunos años formó parte de mis horas de inmsonio estudiantil mientras leía y esquematizaba apuntes, de unas clases a las que asistia siempre. Con Jesús el cesped de la facultad dejaba de ser interesante y el espacio que creaba entre las paredes de la universidad se convertia en tentador. Casi inmediatamente después del aula el cesped, de nuevo, volvia a convertirse en un donde volcar las reflexiones, lo aprendido, las emociones encontradas.

Drogas, carcel y amor

"Nos apetece compartir con vosotros, con los que abráis estas páginas, algunas breves reflexiones sobre lo que vamos percibiendo en nuestro proceso de encuentro con los chavales con los que trabajamos y con los que tratamos de establecer un diálogo terapéutico, que no es otra cosa que un diálogo de amistad en el que cada uno ponemos lo que somos y lo que tenemos. En este sentido, nos hemos encontrado con que, en no pocas ocasiones, una causa importante de recaída en las drogas o en lo que sea, es el amor. Con ¿sorpresa?, hemos percibido que no existe bibliografía al respecto, que a los sesudos científicos que estudian las drogas no se les había ocurrido pensar que nuestros chavales, ésos a los que tan cruelmente etiquetan como drogadictos, además de drogarse, de robar, y de todas esas cosas que hacen, son capaces de amar, e incluso que aman sin límites, sin prudencia, sin "guardar la ropa", que se entregan absolutamente y que, tal vez por eso, con frecuencia se estrellan en barreras invisibles que ellos mismos portan, que se las hemos metido a empujones en forma de cárcel y de exclusión.

Nos hemos puesto a trabajar en ello y a relacionarlo con lo que hemos venido haciendo desde hace mucho tiempo. Y hemos encontrado algunas claves sobre las que estamos reflexionando, y no sin arduos problemas, porque reflexionar sobre cómo aman los demás no es fácil. Uno se encuentra con el riesgo de pretender partir del peligroso principio de que se debe amar como nosotros amamos y que cualquier otra forma de amar es, al menos, poco recomendable. Vaya pues, por delante, esta importante duda antes de que se la plantee el lector.

Las personas con las que hoy trabajamos arrastran tras de sí las pesadas cadenas de la exclusión, las drogas y la cárcel, y sin duda les ha marcado. Por ello, cuando salen de la cárcel y conectamos con cada uno de ellos, siempre les planteamos: "Ya has salido de la cárcel. Ahora tenemos que sacarte la cárcel del corazón". Porque el preso no solo vive en la cárcel, sino que "vive la cárcel", se la mete dentro. Es decir, el objetivo de la cárcel no es solo encerrar a la persona, sino que ésta se sienta encerrado, incluso que sienta su mente enjaulada entre barrotes. Por eso en la cárcel, más que pensar, el preso "se come el coco" obsesivamente. Si bien no es éste el momento de profundizar, sino de compartir reflexiones, entendemos que ése estar y sentirse encerrado tiene consecuencias muy importantes.

En primer lugar, ya habíamos observado, y expuesto en otro lugar que no citamos porque no es el momento de hacer propaganda, que el preso se ve obligado a rodearse de un caparazón autoprotector para que las agresiones de la cárcel le hagan el menor daño posible, pero que, por debajo de esa "dureza" emocional, se escondía una desgarradora sensación de desamparo y una sobredemanda afectiva, que no podía salir a la luz porque en la cárcel nos se dan situaciones de encuentro personal y personalizador. Por eso, en la cárcel se escriben tantas poesías de amor. Pero de amor desesperado, porque la realidad del exterior, lentamente, se va difuminando, y la del interior no ofrece la menor posibilidad de enamoramiento.

En segundo lugar, va a llegar, si se prolonga el encarcelamiento, a adaptarse a la cárcel, para poder sobrevivir, a asumir como propias las formas que permiten vivir allí, y que no son las más apropiadas para una relación amorosa. En consecuencia, necesita amar, y desesperadamente, pero no sabe hacerlo y va a proyectar las formas de vivir en la cárcel, en las relaciones que establezca luego.

En tercer lugar, en la cárcel se produce una infantilización del preso, porque se le trata como a un niño. No se le permite decidir sobre nada, funciona con el "ordeno y mando" y jamás recibe explicaciones. Eso lleva también a una infantilización del afecto que, mientras esté en la cárcel, apenas llegará a notarse, porque tiene que ser duro para poder sobrevivir. Pero que luego va a estallar como un torrente en cuanto se presente la oportunidad, y le va a explotar en pleno corazón. Será una de las causas de recaída. Pero lo que nos importa no es la recaída, sino las consecuencias del desamor. Después volveremos sobre eso.

En cuarto lugar, y llegando a las drogas, en nuestra opinión, como también hemos tenido ocasión de exponer en otras ocasiones, la palabra que define el proceso de drogadicción es la palabra "soledad". Lenta, pero inexorablemente, el chaval se va quedando tajantemente solo. Va perdiendo todas sus relaciones interpersonales y, lo que es peor, se va quedando solo incluso de sí mismo, en una profunda despersonalización.

En quinto lugar, y sin tenerlo muy claro aún, y es muy posible que no lo tengamos nunca, pensamos que esa soledad es un arma de doble filo. Por una parte, puede ayudar a ese "grito por la vida" que permite salir adelante pero, por otro lado, hace que necesite entregarse "con armas y bagajes", sin la más mínima protección, y sin saber hacerlo. Necesita desesperadamente amar, sin ninguna reflexión, para paliar al menos esa soledad que le corroe por dentro.

Por último, cuando intenta dejar las drogas, se da cuenta de que ahora ya no tiene ni eso. Porque, no nos engañemos, las drogas son una protección, una inmensa protección contra el mundo, contra la sociedad, contra su historia de vida y, sobre todo, contra si mismo.

Con este equipaje se enfrenta al mundo y al amor. ¿Qué puede hacer?, ¿cómo puede sobrevivir? y, desde nuestra perspectiva de terapeutas, de educadores o de lo que sea que cada uno se perciba a sí mismo, ¿cómo podemos enseñarle a amar?, ¿qué derecho tenemos a entrometernos en la intimidad de otros sin pedir permiso y sin haber sido invitados?.

Es cierto, y lo hemos sentido a menudo, que el camino que inician es torpe, que no saben desenvolverse, por mucho que amen, en esos sutiles y peligrosos requiebros que acompañan inexorablemente a la relación amorosa, y con esa falta de entrenamiento en la vida diaria les hace a menudo fracasar. Y llega la recaída, como un íntimo recurso. El peligro es que, al menos a nosotros nos ha ocurrido, en esos momentos nos centremos en la recaída, sin darnos cuenta de que ése es el problema que nosotros nos planteamos, pero que no tiene necesariamente que ser su problema y que tampoco es el más importante para su vida y para su futuro. A ver si, de una vez, somos capaces de llegar hasta él y su vida y quedarnos allí. Porque en ese momento de intenso dolor, creemos profundamente que lo que debemos hacer es ayudarle a superar el desamor. Porque, por encima de la droga, es un ser humano, como cualquier otro y que, como cualquier otro, necesita amar para crecer. "

Fdo.: Jesús Valverde* y Pino Morales
*Profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Los nuevos manicomios: "20.000 enfermos mentales en la cárcel"


En los años 80 desaparecieron los manicomios. Muy pocos querían verlo, pero hoy las enfermerías y módulos de las prisiones son los nuevos depósitos de enfermos mentales. Un 25 por ciento de los más de 82.000 presos tienen diagnosticado algún trastorno; casi 40.000 toman psicofármacos.


La masiva presencia de presos con patologías psiquiátricas es una verdad molesta. Desde que la reforma psiquiátrica de los años 80 cerró los manicomios por su ineficacia terapéutica, y dejó en manos de la familia y la red asistencial la salud mental, los patios y enfermerías de las prisiones han visto llegar sin parar a personas con trastornos. Los había sin arraigo familiar, excluidos que no sabían ni que padecían una enfermedad, que no se habían medicado en su vida, que eran diagnosticados cuando cruzaban la verja. La mayoría no puede justificar su delito en su patología, pero hay una parte para los que la cárcel no es el mejor sitio. El panorama lo pinta con claridad el responsable de la sanidad penitenciaria, José Manuel Arroyo: “Cuando uno va por las prisiones, se da cuenta de que hay un porcentaje alto de trastornos mentales. No es algo nuevo, pero ahora está un poco exacerbado. Una cárcel no es un dispositivo asistencial sanitario. Las enfermerías de los centros son en realidad unidades psiquiátricas. Los que tienen una enfermedad grave aquí no van a mejorar. Esto es nefasto ética, moral y económicamente. El primer objetivo es que éstos, cuando ya no presenten un peligro para la sociedad, sean trasladados a recursos sanitarios de la comunidad”. La idea no es la excarcelación masiva, sino el ingreso en centros más acordes con su salud mental.
En 2007 se sondearon 64 prisiones, y Mercedes Gallizo, responsable de la institución, reconoció que “en muchos casos, la enfermedad mental se halla en el origen del delito. La prisión se utiliza en ocasiones como un recurso de carácter asistencial para personas que no han sido tratadas y controladas en su vida en libertad”.

Las cifras de aquel sondeo demuestran que la masificación –casi 83.000 reclusos a finales de octubre, el doble que hace una década– no es el único reto. En las cárceles –“un entorno que crea ansiedad y pone a prueba emocionalmente”, admite Arroyo–, más de 20.000 personas tienen diagnóstico psiquiátrico, sin incluir el abuso y dependencia de las drogas. Si se contara a los toxicómanos, estaríamos hablando de que uno de cada dos presos sufre alguna alteración mental.

Muchos entraron en prisión con antecedentes psiquiátricos o después de haber tenido algún ingreso hospitalario. Pero también los hay que han desarrollado la patología entre el patio y la celda. Casi el 50 por ciento toma algún psicofármaco (ansiolíticos, antipsicóticos, antidepresivos o metadona). Y mil presos que tienen acreditada la condición de discapacitados psíquicos siguen en sus celdas.

Varón, español, entre 20 y 40 años, con un nivel de estudios y cualificación laboral muy bajos, con un cuadro psicótico que englobaría desde depresión y psicosis maniacas o paranoides hasta trastornos de personalidad y esquizofrenia, y sin hogar ni red familiar, son las características que se repiten. “Con ellos, el modelo comunitario ha fracasado. Se dejó en los familiares una gran responsabilidad. Cuando éstos fallaron o abandonaron, se quedaron a su suerte, se desestabilizaron y delinquieron”, comenta Arroyo.

Una idea que apuntala Mariano Hernández Monsalve, presidente de la Sociedad Española de Neuropsiquiatría: “Para delitos similares y no graves es más fácil que una persona con un trastorno mental ingrese en prisión que uno que no tiene enfermedad psiquiátrica. Se defienden peor, los abogados de oficio no suelen profundizar en su historial clínico porque piensan que es mejor no decir nada que verles acabar en el psiquiátrico penitenciario”.

La misma enfermedad los convierte en doblemente atrapados. Viven la indiferencia de los demás, se aíslan y se adaptan peor, no participan en las actividades, “y su refugio suele ser la enfermería de la cárcel”, explica este psiquiatra. Adolfo es un cubano de 40 años que se vio envuelto en una trama de falsificación de papeles para inmigrantes. Once meses de talego y un trastorno bipolar eran su nueva realidad. “Antes de entrar yo intuía que sufría algo, pero nadie me decía el qué. En la Modelo de Barcelona estaba en una celda que daba a un pasillo. Un día empecé a ver cómo los presos se tiraban por las ventanas”. En la cárcel le diagnosticaron y empezaron a medicarle. Para Estrella, coordinadora del programa de salud mental de la prisión de Valdemoro, Adolfo, como otros muchos, tendría que tener una alternativa a la cárcel, “y si no hay recursos, los jueces, al menos, deberían facilitar los permisos y las salidas terapéuticas, hay que ir preparando su salida para que no haya más fracasos”.

El departamento que dirige Mercedes Gallizo pretende lo que parece un pequeño avance. Según ha podido saber esta revista, Instituciones Penitenciarias ha empezado a recoger datos de todos los presos que sufren algún trastorno mental. Una vez localizados y diagnosticados, se analizarán los expedientes de aquellos cuyo delito tenga relación directa con la enfermedad (por ejemplo, un robo llevado a cabo durante un brote psicótico). Si no representan un riesgo de conductas violentas para sí mismos o para el resto, serán excarcelados y derivados a dispositivos sanitarios de la comunidad (casas-hogar, comunidades terapéuticas, centros de día…) para ser tratados como pacientes, no como presos. “Estamos hablando de entre un 20 y un 30 por ciento de los que sufren un trastorno grave. El porcentaje de presos con estas enfermedades es del 4 por ciento, el doble que en la población general”, aseguran fuentes penitenciarias. En la práctica estaríamos hablando de alrededor de un millar “que ya no necesitan ninguna contención, que están entre rejas porque el juez no sabía dónde enviarlos”, dicen las mismas fuentes.

Concha Cuevas, presidenta de Feafes, federación de asociaciones de familiares de enfermos mentales, sube la cifra hasta casi los 2.400 reclusos. “Si tienen conciencia de la enfermedad y les dan un tratamiento farmacológico y una psicoterapia adecuados, su control y autocontrol es posible fuera. Encerrados lo único que hacen es deteriorarse”, comenta esta malagueña.

María Isabel Mora, abogada de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, admite que ha habido avances, pero se sigue mostrando muy crítica: “Para conseguir que la sociedad esté tranquila no hace falta el régimen carcelario, existen otros métodos en libertad. Al final, estos presos se ‘comen’ las condenas enteras, no tienen beneficios”.

En la actualidad, las plazas en dispositivos no carcelarios son las menos. Los jueces no quieren líos, y si no hay una alternativa segura, los envían a prisión. Ni autonomías ni ayuntamientos asumen que tienen que dignificar la vida de sus enfermos.

“Aquí pasamos de un lugar de máxima contención como es la prisión a mandarles a la calle. No existen unidades intermedias, dispositivos públicos o privados como las casas-hogar, pero con un mínimo personal de seguridad”, explica Arroyo.

Fragmento de artículo extraido de la revista: Interviú