“Todas las neurosis son conflictos de la libertad” (Henry Ey, 1976)
Ahora dedicaré un apartado a desarrollar una mínima parte de la obra del fundador de la primera técnica psicoterápica formalizada y uno de los que, a mi entender, más honradamente pretendió indagar en la naturaleza de lo que somos. Pretendemos internarnos en las reglas de lo psíquico dando cuenta de cómo construimos nuestro ser en el mundo a partir de nuestra base biológica y los avatares de nuestra existencia. Y creo ser preciso utilizando la palabra "construimos", déjenme explicar. Todo empieza con el caudal de información externa e interna que nos traen los sentidos, los estímulos son captados provocando respuestas. Esto ocurre desde los niveles más básicos de la filogenia; la ameba mueve sus seudópodos hacia aquel estímulo atrayente y rehuye el medio hostil. Así en nuestra ontogenia nos vemos inmersos desde nuestro nacimiento, y aún antes, en un rico universo de estímulos, atrayentes, apaciguadores o repelentes.
Aquí se me permitirá una licencia histórico-didáctica. En este medio de sensaciones inmediatas imaginamos a los primeros homínidos, persiguiendo huellas de sus presas que remiten de forma inmediata al animal anhelado. Huella tras huella, estímulo tras estímulo, aquel antepasado persigue sin desfallecer al animal que le proporcionará alimento y otros bienes. En un momento oscuro en nuestra historia, aquel ser se detiene, observa la huella dejada por el animal apenas unos momentos antes y abandona momentáneamente la tiranía del estímulo-respuesta. Esta huella le remite a la presa sin estar presente esta. La evoca y la trae al presente. Asistimos así al nacimiento del signo.
Tras esta escena mítica, la historia nos habla de una evolución del signo hasta algo nunca visto en la evolución de las especies, que nos define y particulariza como seres humanos: la creación del lenguaje.
Reparemos en el concepto, verdaderamente revolucionario y nunca visto en la milenaria historia de la vida. El hombre, entre todas las especies animales, asigna de manera arbritaria a una grafía o sonido, un determinado significado. Sin relación de contigüidad, semejanza o de otra índole, simplemente por convención entre seres humanos. Así codifica la realidad para expresarla y expresársela (la digitaliza). El salto cualitativo arranca al ser humano de las leyes de la física y lo introduce en las leyes del sentido.
Antes de comenzar con el relato de los inicios del psicoanálisis me parece necesario reseñar varios puntos que considero imprescindibles para abordar el camino por el que acompañaremos a Freud: Primero recordar que tratamos de un clínico, un médico que diagnosticaba y trataba decenas de pacientes, por lo que sus teorías tienen el valor de basarse en una observación directa de los sujetos afectos de padecimientos sin aparente causa orgánica (todavía hoy conocidos como funcionales) que se dieron en llamar neuróticos precisamente a partir de su desarrollo teórico. Segundo, que el marco conceptual donde se mueve Freud es heredero de un enfoque cartesiano donde la relación básica causa-efecto prima, se busca el pensamiento riguroso y analítico en un terreno, por naturaleza, resbaladizo y oscuro. Abordó el análisis racional, propio de una ciencia natural, de una serie de fenómenos psíquicos que hasta entonces habían sido desdeñados (por ejemplo el mecanismo del chiste, los olvidos, los actos fallidos, etc.).
Creo ahora que estamos mejor pertrechados para acercarnos a la Viena de finales del XIX, donde Freud, discreto hipnotizador, no acaba de controlar la técnica revolucionaria que Charcot introdujo como tratamiento para una misteriosa dolencia, la histeria, que se había comenzado a individualizar y analizar científicamente. Sus experiencias con la hipnosis en el hospital de La Salpetriere y Nancy, lo ponen en contacto con ideas como la existencia de elementos del psiquismo que no están en la conciencia, intuición de la conexión de la histeria con la sexualidad y la importancia de la relación del hipnotizador con el paciente para producir o suprimir síntomas mediante el trance. De vuelta de su viaje a Francia, Freud invita a Breuer a publicar juntos un trabajo, naciendo en 1895 los Estudios sobre la histeria. Siendo curioso que aunque está bien documentado que tanto Charcot como Breuer reconocían la conexión de la sexualidad con la histeria, no permitían que este conocimiento se reflejara ni en sus teorías ni en su práctica clínica. Freud abordará el estudio de estas entidades clínicas desde un enfoque original y revolucionario.
Ya en los Estudios esboza por su parte una entidad nosográfica nueva: señala la llamada histeria como resultado de una defensa del psiquismo. El paciente produce síntomas y escinde su personalidad para llevar a cabo el rechazo de ciertas representaciones que se le hacen intolerables. Freud aventura que esas representaciones eran de contenido sexual. Pero ¿qué habría en lo sexual que pueda tornarse intolerable? En 1905 Freud intenta el comienzo de una respuesta a este enigma.
Enfoquemos, de nuevo, la mirada sobre nosotros mismos. El ser humano se encuentra dotado por la naturaleza para realizar muchas de las funciones básicas para su supervivencia y reproducción (comer, beber, respirar,…), estas capacidades le permiten interaccionar con el medio físico. Sin embargo debe construirse un aparato psíquico para lidiar con un mundo simbólico procedente de los adultos en que no se encuentra menos inmerso y comprometido. Este aparato se construye a través de complicadas relaciones intersubjetivas (que derivarán en intrapsíquicas) que conllevan poder quedarse estancado, favorecer defensas con más o menos sufrimiento aparejado, etc. Aquí recordamos la propiedad fundamental del símbolo lingüístico, marca y privilegio del hombre: que no tiene más relación con un significado en particular que la convención entre los seres parlantes. Así en nuestro mundo de símbolos nos encontramos sin objeto fijado y unívoco de nuestro deseo, con lo que comporta esa confluencia entre lo externo y lo interiorizado de aleatorio, conflictivo y problemático.
Enlazo ahora el párrafo anterior con la pregunta que dejé en el aire, ¿porque el sexo? Asistimos mediante el acceso al lenguaje a una revolución en cuanto a la transformación del instinto animal, determinado y regido por las leyes de la biología y la evolución, a la pulsión exclusivamente humana, sin objeto predeterminado, regida por las leyes del psiquismo. Resalto la importancia de esto, la pulsión carece de objeto dado de antemano, a priori no tienen meta definida, son puro impulso, potencia. No hay nada en ella que facilite la determinación de su objeto, aquello hacia lo que tiende (Lacán señalaría “la pulsión es acéfala”). Esto sería lo reprimido, el no saber del objeto de la pulsión. Enlazaría esto con la angustia esencial que nos apunta Heidegger, Hurssel y posteriores filósofos llamados existencialistas, derivando directamente de la condición de libertad propia del hombre. No conocemos nuestro sentido en el mundo, lo construimos, decidimos y somos, por tanto, responsables de nuestros actos.
Armados con nuestro aparato simbólico enfrentamos al mismo azar, al caos existencial. Entre pesares y amenazas ininteligibles nos alzamos en la tarea de forjarnos una historia, un devenir cuyo valor sólo puede ser juzgado desde uno mismo (juicios inmanentes señala Deleuze). A veces nos sucede como al aprendiz de mago, y acabamos atrapados en nuestros propios trucos, quedando paralizados en ellos. Usamos de esta magia continuamente, pactamos nuestra curación con los dioses, ejecutamos rituales al pié de la letra, pedimos bendiciones y maldecimos a nuestros enemigos, alzamos y derribamos ídolos. Por no hablar de cómo nos relacionamos con los otros, cómo los cargamos de fantasmas, dejamos de verlos, los vestimos con ropas de viejos personajes representando una y otra vez la misma obra cuyo fin conocemos. Aquello que funcionó es repetido, reforzado por el recuerdo afectivo de cómo nos sentimos en el pasado, poderosos, amados, valorados, protegidos… sentimientos de segunda mano que nos confortan y adormecen alejándonos del simplemente vivir. Lo que antaño funcionó es repetido, atrapándonos, restringiendo nuestra libertad, mermando nuestra espontaneidad, adoptando identidades que nos ahogan con su rigidez. Nos desconectamos de la vida, de nuestros deseos, adoptando deseos de otros, incapacidades y límites ajenos, como trajes usados. Olvidamos que nuestros límites están por escribir a poco que abandonemos el lenguaje del “ser” y adoptemos el del “devenir”.
Ópera prima de Roberto Calasso, El loco impuro se centra en la figura de Daniel Paul Schreber, presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde a finales del siglo XIX, que entre 1893 y 1902 estuvo recluido en diversos hospitales psiquiátricos, entre otros en el de Sonnenstein a cargo del entonces afamado profesor Fleschig. Si bien el propio Schreber describe su delirio en sus Memorias de un enfermo de nervios (Sexto Piso, 2008), Calasso da cuenta de la historia secreta del "caso", que en realidad es la historia de un crimen que habría de producir una fisura irremediable en el Orden del Mundo: el asesinato de Dios. Schreber carga con la culpa de ese terrible acto cometido por sus antepasados, una serie de docentes y psiquiatras que, al osar tratar a Dios como "objeto de experimentos científicos", iniciaron su agonía. Más que aventurar un diagnóstico de la locura del personaje, Calasso otorga relevancia a la verdad emanada del delirio mismo, al conocimiento derivado de la incursión en nuestras mentes de las potencias que rigen el mundo. Y restituye con ello la soberanía de Dios, de los dioses que, como dijo Jung, "se han convertido en enfermedades". Y así, a partir de severas críticas a Fleschig o Freud y de reflexiones sobre la historia familiar y el delirio de Schreber, Calasso entreteje, por medio de la voz de Schreber, un certero examen de la sociedad moderna: "No puedo evitar sonreír cuando os veo a vosotros, hombres hechos fugazmente, moveros con la cabeza alta, descargados del peso de la burocracia divina. Vosotros no lo sabéis aún: el dios muerto pesa más! que el dios vivo, y más que el otro os devora".
Es notable como los conceptos recortan la realidad. Desde que inicié mi contacto con pacientes afectos de supuestas “enfermedades mentales” no pude evitar un malestar a la hora de asumir lo que se me enseñaba sobre ellos. Proveniente de una formación médica, ya me sentía incómodo con esos constructos abstractos que estudiábamos como enfermedades orgánicas. Diabetes, gonorrea, artrosis,…No me podía quitar la sensación de que constantemente se mezclaban niveles lógicos (es decir, se daba categoría de enfermedad a síntomas, de síndromes a efectos naturales de la edad, de patologías a conductas…). Una mezcla ingente y desordenada de modos de categorizar el sufrimiento humano a la vez que se repetía machaconamente a lo largo de toda la carrera de medicina…”pero no olvidéis que cada ser humano es único en la expresión de su dolor, existen enfermos, no enfermedades”. Sin clarificar para nada qué diantres teníamos que hacer con esta afirmación tan socorrida y repetida.
Pero bueno, al menos tenía un esquema. Una supuesta causa (o etiología), un desarrollo (patogenia), una presentación (cuadro clínico), un tratamiento (casi siempre uno o varios fármacos) y una posible evolución (o pronóstico). ¡Viva! Al fin un esquema, un árbol de decisión, algo fijo y objetivo a lo que agarrarme en aquellas primeras y angustiosas guardias hospitalarias. Pronto me di cuenta de que aquellos cuadros tenían mucho más valor como objetos para conjurar mi angustia que como descriptores reales de lo que venía a la consulta.
La cosa se complicó muchísimo más cuando comencé mi especialidad en psiquiatría y conocí el concepto “trastorno”. Esta si que es buena, pero ¿qué es un trastorno? Como todavía no conocía las pretensiones a-teóricas del DSM y CIE, pues lo leí en términos médicos: un trastorno es un síndrome, un conjunto de síntomas que suelen presentarse agrupados pero sin causa conocida. Una vez más la ignorancia venía en mi auxilio, tranquilizando mi inquieto espíritu. Ya que no sabemos la causa, pues todos tranquilos, nos limitamos a hacer lo que podamos, en términos médicos significa que aplicamos “medidas de soporte” y paliamos el sufrimiento hasta donde se pueda. Para esto tenemos esas magnificas drogas que constantemente mejoran los laboratorios farmacéuticos. El “soma” de Huxley casi está a nuestro alcance. Drogas potentes, rápidas y cada vez más inocuas que diluyen el malestar muchas veces propio del devenir humano.
Bueno, pues en esta situación me encontraba. Tratando “enfermedades” con medicinas, como buen galeno, cuando las propias experiencias de la consulta diaria con los pacientes y los estudios de psicoterapias variadas (desde diferentes enfoques) me llevó a notar que muchas veces los llamados “síntomas” tenían un sentido. Increíble, cada vez con más claridad, a poco que escuchaba lo que los pacientes me iban contando, sus historias y su situación (sobre todo con respecto a sus seres más queridos), se me revelaban funciones implícitas de las conductas y el sentido de ciertos comportamientos y sentimientos iba surgiendo en el contexto de las entrevistas.
Así se fueron diluyendo frente a mi visión las enfermedades, a la vez que cada vez trataba más y más de las historias y las situaciones vitales de mis pacientes. Curiosamente, por encima de las descripciones y lecturas de lo que pasaba en las familias, con los padres o parejas de los pacientes, no podía obviar las emociones que se manejaban. Y lo más increíble, anatema para todo un científico como se suponía que yo debía ser, me daba cuenta de cómo me afectaban personalmente esas emociones o las reacciones que el paciente traía a la consulta. Su forma de relacionarse, de comunicarse, me alteraba y ponía en entredicho mi supuesta objetividad científica. Un desastre, vamos.
Bueno. Mi única salida era aceptar mis vivencias y seguir estudiando. Así fue como las cosas comenzaron a tomar sentido. Claro. Pero sentido individual, en cada caso, subjetivo, único. La verdad es que es un giro copernicano, aceptar lo incontestable de la vivencia subjetiva, de la propia y de la ajena. Y trabajar en la consulta junto con tu paciente sin garantías ni terreno estable bajo los pies. Ayudar a co-crear soluciones donde no las había. Participar en una relación genuina con otro ser humano. Aceptar un compromiso ético con mi paciente ¡Vaya manera de complicarse las cosas!
Ante este mareo sirvieron de mucho los pasos de otros que nos antecedieron en afrontar estos asuntos. Impresionante la valentía intelectual de Freud en su compromiso con lo que encontraba en su consulta y cómo lo reflejó en sus escritos. Reveladoras las experiencias de Winnicott con los niños, y su compromiso con los casos que aceptaba. Inspiradores los escritos de Bateson y Fco Varela sobre las ciencias de la vida. Frieda Fromm-Reichmann, Watzlawick, H. S. Sullivan, Lacan, Mitchell…
Así fui descubriendo una subjetividad humana que se construía en un mundo de relaciones y decisiones. Cómo lo intersubjetivo va interiorizándose y conformando lo más íntimo de los que somos. Y cómo esto abre la puerta de la intervención a nivel relacional y vivencial sobre el mundo emocional propio y ajeno.
¿Cómo actuar entonces? ¿Cual es el camino en cada situación? En este trabajo me encuentro actualmente, con ayuda de mis pacientes que me explican con bastante paciencia lo que les va sirviendo y lo que no. Por ahora la intuición es que sabiendo que no encontraré “manual de instrucciones” para cada paciente , ni nada escrito en piedra, tampoco vale “cualquier cosa”, ni mucho menos.
“Me llamaron loco y yo los llamé locos. Y maldita sea, me ganaron por mayoría de votos.” (Nathaniel Lee, al ser enviado a una institución mental en el siglo XVII)
"Todas las Medicinas se benefician del hecho sabido que el cerebro es materia grasa y que las ideas tienden a fijarse en ella. Son liposolubles." (Arturo Goicoechea, neurólogo)
Soy un romántico, Bernie. Durante la noche oigo gemidos y voy a ver qué pasa. De esa forma uno no saca ni un céntimo. Si uno tiene un poco de sentido común, lo que debe hacer es cerrar la ventana y subir el volumen del televisor, o apretar el acelerador y alejarse. Permanecer fuera de la dificultades y líos de otra gente. Porque todo lo que uno puede sacar es ensuciarse. Raymond Chandler, El largo adiós