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viernes, 21 de septiembre de 2012

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sistemas abiertos, emergentes y recursividad


El paradigma conductista nos explica como las contingencias determinan las conductas respondientes, entendiendo como contingencia incluso las conductas verbales (no escapando estas de la determinación por contingencias naturales y conductas regidas por reglas), considero este un instrumento potente de conocimiento explicativo, aunque con alto riesgo de caer en la racionalización reduccionista. Al tratar al lenguaje como una conducta más que actúa sobre el mismo sujeto, no se tiene en cuenta suficientemente una característica: la recursividad, propia de los seres vivos, dando entrada, con ello, a la posibilidad de paradoja en el sistema como nos enseña el biólogo Bateson. Creo necesario explicar una noción del término “recursividad”. Éste hace alusión a la historicidad que guardan las estructuras vivas en su devenir, las fuerzas tendentes al cambio actúan sobre estructuras que a su vez se van transformando por efecto de estas mismas fuerzas. Se pone el ejemplo de una rueda de carro que en su giro avanza por el camino a base de una actividad repetitiva (el giro), la imagen geométrica que evocamos sería una espiral. Esto nos saca a los seres vivos de la “lógica de las bolas” propia de los modelos de la física newtoniana (no olvidemos que la física no es más que una magnífica fuente de metáforas, modelos explicativos para ordenarnos los datos y aventurar predicciones).

El conocimiento que obtenemos del mundo, el acto cognitivo (del latín cognoscere = conocer), no es pasivo respecto a un patrón externo. Interrogamos a la realidad en base a nuestros esquemas de adquisición de conocimiento y esta nos devuelve una respuesta que interpretamos. No sólo vemos lo que queremos ver, vemos en gran medida lo que esperamos ver. El proceso da cuenta tanto de nuestra estructura como de la realidad "externa". Mi mundo, el que habito y me afecta, es una interpretación de hechos que percibo según mi estructura perceptiva-cognoscitiva previa. Así toda vida evoluciona en su cualidad epistemológica, abriéndose a nuevos mundos en el proceso, enriqueciéndose y recreando. Digamos que el sujeto cambia las preguntas que hace a la realidad y esto modifica su mundo, de donde surgirán otras preguntas. Esta seria la esencia de una psicoterapia, no pretender modificar el mundo externo, sino cambiar la forma de interaccionar con la concepción de la realidad. Cambiamos nosotros y el mundo cambia con nuestras nuevas acciones y pensamientos (en cibernética se describiría como un cambio tipo 2). A veces hay pacientes que no encuentran respuestas porque no hacen preguntas “respondibles”, la lógica del problema que plantea es dilemática, no integradora, con respuestas limitadas que excluyen la riqueza y complejidad de las situaciones.

Resumiendo, el choque entre nuestra estructura y la realidad externa configura nuestro mundo, que es donde vivimos y, a su vez, verdaderamente se crea en el proceso de vivir. Me gusta el ejemplo del azúcar cuya cualidad de ser dulce no se haya en la estructura química de la sustancia ni en la disposición de nuestras papilas gustativas, nervios o centros neurales, sino que emerge de su encuentro e interacción, la manzana azucarada que te comes está dulce porque tú está allí para saborearla.

Esto nos dejaría como habitantes de mundos subjetivos que creamos en nuestro devenir, siendo este el proceso esencial de la vida. En cada relación que creamos con seres vivos o cosas estamos creando un nuevo mundo, que no está en una u otra parte de la relación, sino precisamente se configura en el encuentro, en el vínculo. Así estos mundos no son ni mucho menos ajenos o impermeables. Muy al contrario son dinámicos y se reestructuran continuamente en la interacción. De esta forma adquiere un papel central la comunicación, nos pone en contacto con otros mundos, remodelando nuestras fronteras y siendo esencial para la vida.

Me parece muy útil la consideración de lo que entendemos por realidad como una red de interrelaciones (tal vez, maya, como llamaron los hindúes a la red ilusoria que percibimos, o más modernamente el código “Matrix” de la película). En esta red los objetos solo tienen sentido considerados como tal a un determinado nivel de análisis, a otro pasan a mostrar su estructura como una nueva red de relaciones, sin encontrar el fin al proceso (comparar esto con la búsqueda que llevan a cabo los físicos de los constituyentes últimos e indivisibles de la materia, donde cada vez se tiene menos en cuenta el concepto de “objeto” y cada vez más el de “función”). De esta forma pasaríamos a considerar funciones (ejemplo fácil: los roles desempeñados en una familia), más que definiciones de objetos (yo soy…). Esto nos remite al concepto de identidad. ¿En virtud de qué función nos definimos? ¿Con respecto a qué sistema? ¿te defines por tus posesiones, por tu historia, por tus decisiones?

El mundo, la realidad, es acotada, diferenciada, clasificada, negociada, dentro de un determinado discurso que nos sumerge sin que nos exima de responsabilidad. ¿Cómo se define el discurso en el que se inscribe la interacción? ¿El discurso es el resultado de la interacción de los diferentes mundos subjetivos, con una orientación teleológica? Para responder en la medida de lo posible estas preguntas, creo debemos adentrarnos a abordar dos temas que creo cruciales para entender las relaciones entre los seres vivos: la organización de los sistemas y el tema del poder.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Reflexiones sobre la "mente humana"


Quizás la nueva concepción de la organización de los sistemas que nos trae la nueva física, la cibernética y la biología, nos ayuden a superar la manida dualidad cartesiana cuerpo-mente, ya que nos remite a la materia-forma manejada por los griegos. Nuestro cuerpo es materia, res extensa, pero dispuesta en una determinada organización (forma) que al encarnarse determina una estructura. Esta estructura somos nosotros, funciones encarnadas. No hay aquí separación entre idea platónica y sustancia, más que la que introduzcamos para explicarnos. Como ejemplo pondría un remolino en el agua, su estructura lo individualiza, muda continuamente de sustancia siendo el mismo remolino, podemos incluso ponerle nombre siendo siempre distinto y siempre el mismo. Desde este punto de vista vemos los fenómenos llamados psicológicos como multidimensionales, son acontecimientos físico-químicos a la vez que experiencias vivenciales y contingencias conductuales dependiendo del enfoque desde donde se consideren. Un ejemplo que creo puede captar el espíritu de lo expuesto podría ser la consideración de un cuadro de Velásquez, pongamos el conocido como "Las Meninas", analizar su constitución material nos aportará datos para su comprensión, así como la distribución de las pinceladas de color, los acabados y demás, emergiendo del conjunto una evocación de la mirada del pintor, Dalí posiblemente se referiría a esto cuando dijo que lo que salvaría de un incendio en el museo del Prado sería "…el aire…, concretamente el encerrado en el cuadro Las Meninas que es el de mejor calidad de todo el museo".

En este contexto colocaría lo que llamamos "mente humana" como una propiedad emergente del sistema considerándolo en su contexto, es decir, los elementos sociales y culturales, no existiría “en nosotros” sino “en la interacción”. En la historia de las relaciones vividas e introyectadas, en un proceso dinámico que se re-actualiza y modifica constantemente. La escuela psicológica soviética de Vigostky y Luria nos habla de la integración en el SNC de funciones operativas determinadas por la interacción social, según esto, la socialización y entrada del sujeto en la cultura, determinaría el modelado final principalmente del neocortex. La plasticidad neuronal organiza las unidades funcionales dadas las circunstancias materiales y los objetivos. El organismo humano se haya determinado por su estructura y ésta por la carga genética y el contexto situacional en que se desarrolla. No debemos olvidar que la plasticidad neuronal tiene también sus reglas y límites dándose determinados periodos (de imprinting según K. Lorenz) donde pueden de plasmarse determinadas funciones cuya carencia influirá poderosamente en las futuras posibilidades de relación del sujeto. ¿No existe paralelismo, y hasta que punto, entre este fenómeno de imprinting que observamos en los animales y la relación de objeto que en una primera infancia se establece dentro del núcleo familiar entre el niño y la madre?

Esta plasticidad en virtud de la influencia externa es común a todo ser viviente, contando el ser humano con la capacidad de transformar radicalmente su ambiente por medio de la tecnología, afectando esto a sus posibilidades estructurales y, por tanto, a su subjetividad y conducta. El criterio de utilidad rige en la naturaleza, y no creo que seamos una excepción.

Entonces ¿qué tipo de organización nos caracteriza? Aquí seguiría a Maturana y Valera que nos hablan del tipo de organización característica de los seres vivos: la autopoyesis (concepto prestado de Aristóteles). Un sistema que se autoorganiza y define sus propios límites. Los sistemas vivos son sistemas abiertos (no se cumple en ellos la 2ª ley de la termodinámica que predice el aumento de entropía en sistemas cerrados) que se desarrollan en un estado alejado del equilibrio pero estable. Para lograr esto necesitan un flujo continuo de materia y energía a través suyo. Una propiedad fundamental es que en su desarrollo pueden llegar a nuevos niveles de autoorganización a través de crisis que se resuelven según la estructura previa del sujeto.

Tenemos, pues, un emergente, aquello que somos en un contexto, y con una historia que también ayudamos a construir. Pero entra en escena un plano esencial por la profundidad y el sentido que aporta: la noción teleológica. Un “ir hacia” que da sentido a lo comentado, una función a cumplir, a la que tender. Todos los sistemas se generan en torno a una finalidad. Es la finalidad lo que hace que diferentes sujetos se estructuren formando un sistema. Al sustituir nuestro lenguaje de sustantivos (objetos), por predicados (funciones), las proposiciones piden una dirección, una meta, un sentido. En el abordaje de estas cuestiones entra en juego el concepto de identidad. Qué soy para mí lleva aparejado un sentido de mis fines y valores (o tal vez sólo un sentido “estético” de estos). Las relaciones con nosotros mismos y con el resto del sistema estructuran nuestra identidad. Habría tantas “identidades” como sistemas a los que un sujeto pertenece. Seria como una cara de un dado, que nos enseña algo del dado, pero no vemos al dado mismo. Facetas que aparecen según los contextos y nuestra estructura, que a su vez se construye de forma plástica en nuestra historia de relaciones, no como las vivieron los otros, o alguien “asépticamente” quiera rememorar, sino como la vivimos nosotros. Nuestras vivencias, el núcleo de lo que somos.

Entran aquí en juego los mecanismos que nos construyen a lo largo de nuestra historia. Nacemos muchos más inmaduros que el resto de los animales, maduramos, como ya reseñé más arriba, en la interacción con nuestros semejantes (englobados forman un clima afectivo, cumplen una funciones y se desenvuelven en una realidad material desde un pasado histórico y proyectado hacia un futuro). Nuestros instintos, nuestras necesidades biológicas, se ven inmersas en un medio tan real como el más palpable, el de los símbolos y los afectos. Vamos así construyéndonos, posicionándonos en discursos que nos sumergen (el de nuestros padres, nuestra cultura, el poder,…). En esto va surgiendo nuestro deseo, no ya ensamblado a su fin, como por ejemplo el de comer o dormir, sino extraviado, desorientado, anhelante. El deseo surge de nosotros, nos arrastra con fuerza innegociable, hacia no sabemos qué. Así preguntamos por el sentido de la vida, con ingenuidad, como si nos sirviera el encontrado por otro, aquello que aplacará nuestro deseo, fruto de la sensación de separación, de falta de plenitud. Esta sensación de falta de plenitud está ampliamente documentada a través de los relatos míticos de todos los tiempos, se hace referencia a un “paraíso perdido” al que retornar. El neurofisiólogo Fco. J. Rubia (catedrático fisiología universidad complutense) trata de explicar este relato mítico universal como una forma del ser humano de explicarse su propia evolución neural con el acceso al lenguaje, el pensamiento dialéctico-analítico y la pérdida de la plenitud, el pensamiento holístico y la sensación de unión al mundo natural. Al comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, se accede a la libertad como facultad humana fuente primaria de la ansiedad. El ser humano conquista la capacidad de abstracción, de separarse del flujo constante de percepciones, planear, jugar con las representaciones, imaginar y perderse.

De esto nos hablaron durante siglos los que intentaron internarse con valor en las inconsistencias de la existencia humana, pues paradójicamente revelar lo alienado, lo debil, lo vulnerable del ser humano a la vez muestra lo digno, lo creativo y la grandeza que todos albergamos.