
Quizás la nueva concepción de la organización de los sistemas que nos trae la nueva física, la cibernética y la biología, nos ayuden a superar la manida dualidad cartesiana cuerpo-mente, ya que nos remite a la materia-forma manejada por los griegos. Nuestro cuerpo es materia, res extensa, pero dispuesta en una determinada organización (forma) que al encarnarse determina una estructura. Esta estructura somos nosotros, funciones encarnadas. No hay aquí separación entre idea platónica y sustancia, más que la que introduzcamos para explicarnos. Como ejemplo pondría un remolino en el agua, su estructura lo individualiza, muda continuamente de sustancia siendo el mismo remolino, podemos incluso ponerle nombre siendo siempre distinto y siempre el mismo. Desde este punto de vista vemos los fenómenos llamados psicológicos como multidimensionales, son acontecimientos físico-químicos a la vez que experiencias vivenciales y contingencias conductuales dependiendo del enfoque desde donde se consideren. Un ejemplo que creo puede captar el espíritu de lo expuesto podría ser la consideración de un cuadro de Velásquez, pongamos el conocido como "Las Meninas", analizar su constitución material nos aportará datos para su comprensión, así como la distribución de las pinceladas de color, los acabados y demás, emergiendo del conjunto una evocación de la mirada del pintor, Dalí posiblemente se referiría a esto cuando dijo que lo que salvaría de un incendio en el museo del Prado sería "…el aire…, concretamente el encerrado en el cuadro Las Meninas que es el de mejor calidad de todo el museo".
En este contexto colocaría lo que llamamos "mente humana" como una propiedad emergente del sistema considerándolo en su contexto, es decir, los elementos sociales y culturales, no existiría “en nosotros” sino “en la interacción”. En la historia de las relaciones vividas e introyectadas, en un proceso dinámico que se re-actualiza y modifica constantemente. La escuela psicológica soviética de Vigostky y Luria nos habla de la integración en el SNC de funciones operativas determinadas por la interacción social, según esto, la socialización y entrada del sujeto en la cultura, determinaría el modelado final principalmente del neocortex. La plasticidad neuronal organiza las unidades funcionales dadas las circunstancias materiales y los objetivos. El organismo humano se haya determinado por su estructura y ésta por la carga genética y el contexto situacional en que se desarrolla. No debemos olvidar que la plasticidad neuronal tiene también sus reglas y límites dándose determinados periodos (de imprinting según K. Lorenz) donde pueden de plasmarse determinadas funciones cuya carencia influirá poderosamente en las futuras posibilidades de relación del sujeto. ¿No existe paralelismo, y hasta que punto, entre este fenómeno de imprinting que observamos en los animales y la relación de objeto que en una primera infancia se establece dentro del núcleo familiar entre el niño y la madre?
Esta plasticidad en virtud de la influencia externa es común a todo ser viviente, contando el ser humano con la capacidad de transformar radicalmente su ambiente por medio de la tecnología, afectando esto a sus posibilidades estructurales y, por tanto, a su subjetividad y conducta. El criterio de utilidad rige en la naturaleza, y no creo que seamos una excepción.
Entonces ¿qué tipo de organización nos caracteriza? Aquí seguiría a Maturana y Valera que nos hablan del tipo de organización característica de los seres vivos: la autopoyesis (concepto prestado de Aristóteles). Un sistema que se autoorganiza y define sus propios límites. Los sistemas vivos son sistemas abiertos (no se cumple en ellos la 2ª ley de la termodinámica que predice el aumento de entropía en sistemas cerrados) que se desarrollan en un estado alejado del equilibrio pero estable. Para lograr esto necesitan un flujo continuo de materia y energía a través suyo. Una propiedad fundamental es que en su desarrollo pueden llegar a nuevos niveles de autoorganización a través de crisis que se resuelven según la estructura previa del sujeto.
Tenemos, pues, un emergente, aquello que somos en un contexto, y con una historia que también ayudamos a construir. Pero entra en escena un plano esencial por la profundidad y el sentido que aporta: la noción teleológica. Un “ir hacia” que da sentido a lo comentado, una función a cumplir, a la que tender. Todos los sistemas se generan en torno a una finalidad. Es la finalidad lo que hace que diferentes sujetos se estructuren formando un sistema. Al sustituir nuestro lenguaje de sustantivos (objetos), por predicados (funciones), las proposiciones piden una dirección, una meta, un sentido. En el abordaje de estas cuestiones entra en juego el concepto de identidad. Qué soy para mí lleva aparejado un sentido de mis fines y valores (o tal vez sólo un sentido “estético” de estos). Las relaciones con nosotros mismos y con el resto del sistema estructuran nuestra identidad. Habría tantas “identidades” como sistemas a los que un sujeto pertenece. Seria como una cara de un dado, que nos enseña algo del dado, pero no vemos al dado mismo. Facetas que aparecen según los contextos y nuestra estructura, que a su vez se construye de forma plástica en nuestra historia de relaciones, no como las vivieron los otros, o alguien “asépticamente” quiera rememorar, sino como la vivimos nosotros. Nuestras vivencias, el núcleo de lo que somos.
Entran aquí en juego los mecanismos que nos construyen a lo largo de nuestra historia. Nacemos muchos más inmaduros que el resto de los animales, maduramos, como ya reseñé más arriba, en la interacción con nuestros semejantes (englobados forman un clima afectivo, cumplen una funciones y se desenvuelven en una realidad material desde un pasado histórico y proyectado hacia un futuro). Nuestros instintos, nuestras necesidades biológicas, se ven inmersas en un medio tan real como el más palpable, el de los símbolos y los afectos. Vamos así construyéndonos, posicionándonos en discursos que nos sumergen (el de nuestros padres, nuestra cultura, el poder,…). En esto va surgiendo nuestro deseo, no ya ensamblado a su fin, como por ejemplo el de comer o dormir, sino extraviado, desorientado, anhelante. El deseo surge de nosotros, nos arrastra con fuerza innegociable, hacia no sabemos qué. Así preguntamos por el sentido de la vida, con ingenuidad, como si nos sirviera el encontrado por otro, aquello que aplacará nuestro deseo, fruto de la sensación de separación, de falta de plenitud. Esta sensación de falta de plenitud está ampliamente documentada a través de los relatos míticos de todos los tiempos, se hace referencia a un “paraíso perdido” al que retornar. El neurofisiólogo Fco. J. Rubia (catedrático fisiología universidad complutense) trata de explicar este relato mítico universal como una forma del ser humano de explicarse su propia evolución neural con el acceso al lenguaje, el pensamiento dialéctico-analítico y la pérdida de la plenitud, el pensamiento holístico y la sensación de unión al mundo natural. Al comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, se accede a la libertad como facultad humana fuente primaria de la ansiedad. El ser humano conquista la capacidad de abstracción, de separarse del flujo constante de percepciones, planear, jugar con las representaciones, imaginar y perderse.
De esto nos hablaron durante siglos los que intentaron internarse con valor en las inconsistencias de la existencia humana, pues paradójicamente revelar lo alienado, lo debil, lo vulnerable del ser humano a la vez muestra lo digno, lo creativo y la grandeza que todos albergamos.