martes, 23 de diciembre de 2008

“NO TENGO MIEDO PORQUE TENGO UN COMPAÑERO” Experiencias de un taller de cine


Pretendemos aquí hacerles partícipes de una experiencia.
Tiene múltiples dimensiones en las que me iré centrando, con el fin de comunicar algo de lo que un grupo de personas trabajando durante meses logramos construir.

Dentro de la labor que como trabajadores de eso conocido como “salud mental” desempeñamos cotidianamente, nos vemos inmersos cada día en las vidas de nuestros pacientes en sus facetas más dolorosas e impotentes. Se nos presentan muchas veces sobrepasados por situaciones que han ido fraguándose durante años y ante las que ya se sienten incapaces. De aquí que nos centremos en las consultas en abordar los problemas que les urgen, en contener la desesperación, en ayudar a solucionar lo improrrogable, en “apagar fuegos”,etc, en vidas que hace tiempo que se sienten arrastradas por la desgracia, la enfermedad o las diferentes limitaciones. Esta no es un nuevo problema en la historia de la rama del conocimiento conocida como psiquiatría, que tuvo una fundación heterogénea y compleja. Por un lado E. Kraepelin y una legión de alienistas pretendían taxonomizar conductas, pensamientos y sentimientos agrupándolos en síndromes que responderían por lógica causa-efecto a una etiología por descubrir. Por otro lado S. Freud comienza a principios de siglo el intento de comprender y dar sentido a los fenómenos psíquicos. Son dos miradas sobre los mismos fenómenos que abren desiguales posibilidades.

Muchas veces esto nos hace olvidar que estas personas son eso, pacientes, pero también hijos, padres, amigos, vecinos, amantes, etc, con existencias complejas, ricas, con mil cosas que enseñarnos y compartir. Esto puede parecer obvio, pero no es tan fácil de sentir de verdad y con todas sus consecuencias a menos que compartamos vivencias con estas personas al margen de medicamentos o consultas. Creo que en percibir esto se encuentra gran parte de la satisfacción y crecimiento personal que puede reportar la actividad como profesional en este campo, donde si sólo vez un “diagnostico en movimiento” te pierdes el disfrutar de gente como José David, Mario, doña Antonia, Juani, Miguel,…

Nosotros tuvimos una oportunidad más de vivir esto a partir de la iniciativa de montar un taller de cine junto con nuestros pacientes. El perfil de pacientes que se decidió que comenzara el taller consistía en una mayoría de personas diagnosticadas en algún momento de sus vidas de psicosis, sobretodo esquizofrenia y depresión con síntomas psicóticos. Estos pacientes ya llevaban tiempo acudiendo a otras actividades del taller, y por lo demás, en casi todas sus otras facetas, eran muy heterogéneos, tanto en edades, situaciones personales o procedencias. Pensamos que esto enriqueció el funcionamiento posterior del grupo y contribuyó a dinamizar las relaciones entre nosotros por medio del juego entre semejanzas y diferencias. Esto ha sido motivo de polémica durante años entre los profesionales en grupos terapéuticos. En nuestra opinión la homogeneidad desde el punto de vista diagnóstico contribuye más al desarrollo de identidad como enfermo que a potenciar los aspectos sanos y funcionales de la persona.

El grupo de profesionales, los que podemos denominar como “terapeutas”, consistía en trabajadores de “salud mental” (psiquiatras, enfermero, trabajadora social, MIRes), y de organizaciones que en nuestro medio trabajan para la integración social de estos pacientes (una psicóloga de AFENES y un monitor de FAISEM). El curso de cine, propiamente dicho lo impartió un voluntario cuya profesión es ser productor de cine. Entre los profesionales que acudimos cada semana nos une además de lazos laborales y afectivos, un alto grado de coincidencia en entender la enfermedad mental como una condición de la vida de las personas que tiene mucho que ver con las circunstancias vitales de estas, no sólo en la expresión de sus dificultades, sino en su génesis. De ahí que consideremos crucial el trabajo en comunidad, mejorando los vínculos y creando otros nuevos como un factor de curación básico y no sólo un añadido o “plus” de atención. Este es el sentido de comunidades terapéuticas que favorezcan formas sanas de vinculación, en el sentido del poder patógeno atribuido por investigadores como G. Bateson a las relaciones “enfermantes” como las descritas en su teoría del doble vínculo. También las hipótesis sobre la construcción de la subjetividad de Freud y continuadores de su obra como M. Malher, Spitz, K. Abraham, etc, abundan en esta línea. Siendo quizás J. Lacán con su teoría de la suplencia y el lazo social quien viene a redondear esta evolución.

En el desarrollo del trabajo que hicimos como grupo, los terapeutas nos integramos como uno más en la labor de aprendizaje y posteriormente rodaje del corto que surgió, pero siempre teniendo en cuenta la dimensión terapéutica de nuestras actuaciones, considerando el taller un potente espacio social curativo a la vez que tomándonos muy en serio el objetivo del aprendizaje y el rodaje del corto. Así, tener bien claro nuestro principal objetivo, la mejoría en la calidad de vida de los pacientes, nos permitió fundirnos en el grupo como otros alumnos más, compartiendo el proceso de forma autentica, conviviendo y aprendiendo junto con ellos. Esto nos ayudó a tomar conciencia todavía más de la riqueza que atesoran las personas que pasan por nuestras consultas, algo que puede quedar en buenas intenciones o palabras a menos que se viva, como nosotros lo vivimos, a través de los meses.

El espacio de trabajo se conformó poco a poco como un lugar que fomentaba la participación en el proyecto conjunto que era aprender cómo se hace cine y quizás poder rodar un corto al final del taller para aplicar los conocimientos. En esto fue muy importante la posición de escucha y respeto a las opiniones e iniciativas de todos, no descartando nada por demasiado “loco” o inusual, intentando ver qué se podía integrar, qué quería aportar cada uno para que en lo que hacíamos juntos nos viéramos reflejados y lo sintiésemos como algo nuestro. Este punto es muy complejo y exigente pues necesita de una actitud por parte nuestra de apertura a lo que en gran parte de la sociedad se juzga aberrante, insólito o inquietante. Esto nos refiere a lo que todos nosotros tenemos en nuestro psiquismo de innombrable, de inseguro e irracional. Para nosotros el llamado “estigma” del enfermo mental no es gratuito y responde a aquellas sensaciones desagradables y profundas que estos pacientes despiertan en nosotros.
En este sentido la locura nos remite a la naturaleza profundamente alienada del ser humano como ser del lenguaje. Donde nuestra capacidad de simbolizar, de nombrar, se pierde frente a lo real, quedando este habitado por lo innombrable e ilimitado, siendo este el territorio de la locura. De esto nos traen testimonio nuestros pacientes, de aquello de lo que nosotros intentamos separarnos mediante el uso de símbolos, de aquí viene la profunda inquietud.

En este sentido traigo la frase que da título a este texto, la dijo un paciente psiquiátrico diagnosticado hace muchos años de esquizofrenia. Respondió esto al preguntarle un periodista de la radio si tenía miedo por actuar en la escena que estaba a punto de rodarse. Él hacía de “salvavidas de playa” que ve caer un meteorito, y mira asombrado su trayectoria… Elegimos esta frase como título porque resume un poco el espíritu de parte de lo que quisimos conseguir; tenernos todos un poco menos de miedo entre nosotros y así aprender a contar con el otro.

Se puso mucho hincapié en esta posición de respeto y apertura a lo que el otro tuviera que decir, y creemos que esto favoreció un clima que permitiría a muchos de nosotros mostrar facetas nuevas, tomar iniciativas y hacer cosas que, en principio, no creíamos poder. A veces esto requería exquisito respeto por los tiempos del otro, o revisar y flexibilizar nuestros propios esquemas, pero valió la pena. Por ejemplo; vimos con asombro a un chico diagnosticado de esquizofrenia hebefrénica ir tomando cada vez más iniciativa hasta terminar improvisando emociones y gestos ante la cámara; vimos a otro paciente muy inhibido socialmente, y que rara vez salía de su habitación, ser el primero en entrar en el agua de la playa porque “la escena lo pedía”; o contemplar cómo retomaba la cámara para hacer el making-off una persona que había trabajado como operador de cámara y había tenido que dejarlo agobiado por la ansiedad.

En cuanto a mejora de las posibilidades de comunicarnos, conectarnos y entendernos, creo importante reseñar que los avances que notamos en nuestros pacientes eran reflejo recíproco de cambios internos en nuestra forma de verlos, de tratarlos y de entenderlos. Tuvimos ocasión de compartir un proyecto y en este nuevo contexto los roles rígidos de la consulta podían alterarse y hacerse flexible. Desde hace años se viene considerando esta rigidez en la manera de posicionarse ante los demás del individuo como característica básica de la patología mental, condenando al sujeto a repetir una y otra vez el mismo drama. El psicoanalista J. Lacán daría una vuelta de tuerca a esto al plantear que la posición es, además de frente al otro, del mismo sujeto ante su propio deseo. Esta plasticidad podía lograrse en gran parte gracias al sentimiento de seguridad de los “profesionales de la salud”, la confianza basada en saber donde estábamos, cual era nuestra tarea terapéutica y cómo queríamos llevarla a cabo. Así nuestras inseguridades y miedos no nos impidieron mostrarnos, en la medida de nuestros recursos personales, auténticos, comprometidos en la tarea e ilusionados. No puedo dejar de acordarme de la extrañeza con que muchos pacientes recibían que psiquiatras, psicólogos, enfermeros o demás pudiéramos ilusionarnos en plano de igualdad con ellos, por los mismos proyectos, con curiosidad por las mismas cosas. Para muchos era la primera vez que se sentían haciendo algo que consideraban valioso de verdad, y no un entretenimiento cualquiera para llenar su tiempo porque no podían hacer otra cosa.

Creemos que este tipo de experiencias, lejos de ser un “añadido” en el tratamiento, deben constituir parte de la base del proceso terapéutico de personas que precisamente están afectadas gravemente en su capacidad de vincularse, de conectar con los demás, de sentirse parte de algo. En esto han puesto el acento generaciones de psicoterapeutas a lo largo de las décadas, en esta dimensión social de nuestra práctica que ha conseguido logros tan importantes como el cierre de instituciones manicomiales deshumanizadas, la posibilidad de un tratamiento en la comunidad o la lucha contra el estigma social, por ejemplo. No creemos estar hablando de “buenas intenciones” ni de “utopías” por señalar la necesidad que tienen estos pacientes de encontrar espacios seguros, sin sobre-exigencias ni reproches, donde desarrollar su mermada iniciativa y su creatividad muchas veces sorprendente.

El ser humano se construye inmerso en el medio social, siendo la familia nuestro primer espacio para el desarrollo, donde aprendemos en que consiste esto de ser una persona. Aprendemos, elegimos y con ello vamos incorporando no sólo conocimientos, sino experiencias, recursos, capacidades. ¿Qué forma mejor de adquirir confianza que entre personas que de verdad, sin reservas, confían en ti? Todos tenemos estas experiencias, todos hemos llamado a un familiar antes de un examen, hemos recordado las sonrisas de nuestros amigos cuando parece que llueven los golpes de la vida y nos hemos tranquilizado contando con otro que sólo podía acompañarnos en una situación angustiosa. Nosotros pensamos que esta capacidad del ser humano para contar con otro y enriquecerse de lo que le aporta tiene mucho que ver con nuestra historia de experiencias, es algo que construimos con esfuerzo, como tantas capacidades depende de un medio adecuado, en este caso de un medio afectivo.

En esto todos estamos atrapados, porque simplemente aquellos que fueron modelo en nuestras primeras relaciones, nuestros padres y luego hermanos, amigos, parejas,…hacen lo que pueden. Tienen sus formas de acercarse a los otros, de desearlos o pedirles que les deseen, de sufrir y de angustiarse. Con respecto a estos modelos nos formamos nosotros, sin poder ser ajenos pero tampoco totalmente determinados, tomando decisiones que marcan futuras opciones. Así podemos caer en pautas rígidas, formas de lidiar con los otros que no admiten variación y se repiten una y otra vez. A cambio de librarnos de la ansiedad del momento pagamos el precio de empobrecer nuestras vidas, con artimañas, engaños, imposturas, justificaciones…Todo a cambio de no sufrir la angustia que trae la responsabilidad sobre nuestras vidas, la libertad y espontaneidad inherente al ser humano.

Esto en el paciente psicótico es llevado a su extremo, su forma de relación asusta porque abruma. Primero nos mirará con suspicacia, en su relación verá si somos capaces de soportar su angustia, su indefensión. Luego poco a poco nos dejará ver cada vez un poco más de lo que son en realidad, de su trasfondo, abrumándonos muchas veces con la intensidad de su sufrimiento y su necesidad de un “otro” que pueda soportar la carga de los fantasmas de su pasado. La relación puede llegar a ser casi de dependencia simbiótica y el terapeuta puede perderse en ella a menos que ambos cuenten con alguien que haga la función de un “tercero”, que rompa la unión, que ayude a entrar en lo social, en lo que hace referencia a otros aparte de esa simbiosis arcaica (pre-edípica).

Aquí es donde vemos la clave de un proceso terapéutico real con estos pacientes tan graves, la capacidad humana de incorporar experiencias de confianza, consideración hacia el otro, empatía,…a partir de un medio social en que se generen dinámicas de relación sanas, reales y espontáneas.
Durante toda nuestra vida mantenemos la capacidad de incorporar estas experiencias que nos ayuden a calmar la ansiedad y lidiar con nuestra realidad de seres incompletos. Aunque hayamos perdido oportunidades por circunstancias biográficas o simple miedo, mantenemos la capacidad de seguir eligiendo, de relacionarnos de forma más real y provechosa con los otros empezando a verlos como lo que son y no como meros personajes de nuestro pasado. Esta capacidad es lo que fundamenta nuestro trabajo en la relación con estos pacientes, para los que funcionamos como figuras importantes si nos ganamos esa posición con nuestra dedicación y presencia. Figuras con las que pueden ensayar de nuevo lo que en el pasado fracasó de forma trágica, sin que pudieran desarrollar la capacidad de alcanzar la dimensión de lo social, lo simbólico y en definitiva lo que nos hace sujetos ante el mundo.