Es notable como los conceptos recortan la realidad. Desde que inicié mi contacto con pacientes afectos de supuestas “enfermedades mentales” no pude evitar un malestar a la hora de asumir lo que se me enseñaba sobre ellos. Proveniente de una formación médica, ya me sentía incómodo con esos constructos abstractos que estudiábamos como enfermedades orgánicas. Diabetes, gonorrea, artrosis,…No me podía quitar la sensación de que constantemente se mezclaban niveles lógicos (es decir, se daba categoría de enfermedad a síntomas, de síndromes a efectos naturales de la edad, de patologías a conductas…). Una mezcla ingente y desordenada de modos de categorizar el sufrimiento humano a la vez que se repetía machaconamente a lo largo de toda la carrera de medicina…”pero no olvidéis que cada ser humano es único en la expresión de su dolor, existen enfermos, no enfermedades”. Sin clarificar para nada qué diantres teníamos que hacer con esta afirmación tan socorrida y repetida.
Pero bueno, al menos tenía un esquema. Una supuesta causa (o etiología), un desarrollo (patogenia), una presentación (cuadro clínico), un tratamiento (casi siempre uno o varios fármacos) y una posible evolución (o pronóstico). ¡Viva! Al fin un esquema, un árbol de decisión, algo fijo y objetivo a lo que agarrarme en aquellas primeras y angustiosas guardias hospitalarias. Pronto me di cuenta de que aquellos cuadros tenían mucho más valor como objetos para conjurar mi angustia que como descriptores reales de lo que venía a la consulta.
La cosa se complicó muchísimo más cuando comencé mi especialidad en psiquiatría y conocí el concepto “trastorno”. Esta si que es buena, pero ¿qué es un trastorno? Como todavía no conocía las pretensiones a-teóricas del DSM y CIE, pues lo leí en términos médicos: un trastorno es un síndrome, un conjunto de síntomas que suelen presentarse agrupados pero sin causa conocida. Una vez más la ignorancia venía en mi auxilio, tranquilizando mi inquieto espíritu. Ya que no sabemos la causa, pues todos tranquilos, nos limitamos a hacer lo que podamos, en términos médicos significa que aplicamos “medidas de soporte” y paliamos el sufrimiento hasta donde se pueda. Para esto tenemos esas magnificas drogas que constantemente mejoran los laboratorios farmacéuticos. El “soma” de Huxley casi está a nuestro alcance. Drogas potentes, rápidas y cada vez más inocuas que diluyen el malestar muchas veces propio del devenir humano.
Bueno, pues en esta situación me encontraba. Tratando “enfermedades” con medicinas, como buen galeno, cuando las propias experiencias de la consulta diaria con los pacientes y los estudios de psicoterapias variadas (desde diferentes enfoques) me llevó a notar que muchas veces los llamados “síntomas” tenían un sentido. Increíble, cada vez con más claridad, a poco que escuchaba lo que los pacientes me iban contando, sus historias y su situación (sobre todo con respecto a sus seres más queridos), se me revelaban funciones implícitas de las conductas y el sentido de ciertos comportamientos y sentimientos iba surgiendo en el contexto de las entrevistas.
Así se fueron diluyendo frente a mi visión las enfermedades, a la vez que cada vez trataba más y más de las historias y las situaciones vitales de mis pacientes. Curiosamente, por encima de las descripciones y lecturas de lo que pasaba en las familias, con los padres o parejas de los pacientes, no podía obviar las emociones que se manejaban. Y lo más increíble, anatema para todo un científico como se suponía que yo debía ser, me daba cuenta de cómo me afectaban personalmente esas emociones o las reacciones que el paciente traía a la consulta. Su forma de relacionarse, de comunicarse, me alteraba y ponía en entredicho mi supuesta objetividad científica. Un desastre, vamos.
Bueno. Mi única salida era aceptar mis vivencias y seguir estudiando. Así fue como las cosas comenzaron a tomar sentido. Claro. Pero sentido individual, en cada caso, subjetivo, único. La verdad es que es un giro copernicano, aceptar lo incontestable de la vivencia subjetiva, de la propia y de la ajena. Y trabajar en la consulta junto con tu paciente sin garantías ni terreno estable bajo los pies. Ayudar a co-crear soluciones donde no las había. Participar en una relación genuina con otro ser humano. Aceptar un compromiso ético con mi paciente ¡Vaya manera de complicarse las cosas!
Ante este mareo sirvieron de mucho los pasos de otros que nos antecedieron en afrontar estos asuntos. Impresionante la valentía intelectual de Freud en su compromiso con lo que encontraba en su consulta y cómo lo reflejó en sus escritos. Reveladoras las experiencias de Winnicott con los niños, y su compromiso con los casos que aceptaba. Inspiradores los escritos de Bateson y Fco Varela sobre las ciencias de la vida. Frieda Fromm-Reichmann, Watzlawick, H. S. Sullivan, Lacan, Mitchell…
Así fui descubriendo una subjetividad humana que se construía en un mundo de relaciones y decisiones. Cómo lo intersubjetivo va interiorizándose y conformando lo más íntimo de los que somos. Y cómo esto abre la puerta de la intervención a nivel relacional y vivencial sobre el mundo emocional propio y ajeno.
¿Cómo actuar entonces? ¿Cual es el camino en cada situación? En este trabajo me encuentro actualmente, con ayuda de mis pacientes que me explican con bastante paciencia lo que les va sirviendo y lo que no. Por ahora la intuición es que sabiendo que no encontraré “manual de instrucciones” para cada paciente , ni nada escrito en piedra, tampoco vale “cualquier cosa”, ni mucho menos.